domingo, 29 de julio de 2012


El cielo lloraba conmigo. Noté la primera gota en el brazo y sentí un escalofrío por todo el cuerpo. Ni me molesté en hace el esfuerzo de mirar al cielo, me negaba a apartar mi mirada del ataúd, sentía que podía ver a través de él y lo veía dormido y guapísimo vestido de traje. En ese momento pensé que no sería capaz de llorar, que no me quedaban fuerzas ni para eso, y el nudo de mi garganta se apretó aún más. Estaba tan destruida que no noté que había dejado de llover bajo el paraguas que mi madre aguantaba sobre mi cabeza.
- Cielo, te vas a resfriar.
Me vi reflejada como en un espejo cuando la miré. Su rostro estaba tan crispado de dolor y tristeza como supuse que debería de estar el mío, solo que en el suyo estaba la fuerza de la madurez. Intenté sonreír para agradecerle el gesto, pero mis labios no se movieron un milímetro.
Entonces, en respuesta a una orden silenciosa, todos los presentes cerraron sus paraguas y el cura tosió antes de empezar a hablar.
De ser por mi padre o por mí, el cura podría estar en estos momentos estirado en el sofá de su casa, pero mi madre insistió en que quería que estuviera allí para despedir a Raúl. El señor vestido de negro que fingía tristeza y pena por nosotros empezó a soltar un sermón, el mismo sermón que seguro había soltado cientos de veces antes en una misma situación, con cero sentimiento, así que desconecté y me dediqué a escuchar el sonido de la lluvia contra la madera de su cama eterna, a recordar su sonrisa, su ojos azules de largas pestañas, sus bromas, nuestra complicidad... Y llegaron las lágrimas, comenzaron a caer lenta y silenciosamente por mis mejillas, acompañadas del movimiento de mi pecho al respirar y del débil suspiro que salía de mis labios. No puede parar, no importaban las caricias de la gente en mi espalda, no importaba la mirada inundada en lágrimas de mi padre, ni los gestos de compasión de todos los que me miraban al pasar por delante del ataúd para dejar su flor, lo único que importaba es que él se había  marchado y que no volvería a verlo jamás.
Mi padre se acercó y me dio el ramo de rosas. Todas de color rosa, para agradecerle todas las que me había regalado en cada uno de mis cumpleaños, para que supiera que esas serían siempre mi flor preferida. Él dejó caer su amapola blanca y me apretó la mano, transmitiéndome la fuerza que necesitaba para agacharme.  Besé el ramo y lo dejé caer suspirando un débil "Te quiero".
Mi padre me ayudó a levantarme y me abrazó fugazmente.
- Se fuerte, los dos tenemos que serlo.
Pero alguien que acababa de llegar me lo arrebató de mis brazos para darle el pésame, y me quedé allí como una tonta sin saber que hacer, más perdida de lo que había estado en todo el día, sin dejar de mirar el ataúd cubierto de flores mojadas.
Y entonces alguien me agarró del brazo haciéndome girar con delicadeza. Adri estaba delante de mí, empapado y con los ojos rojos.
- Pensé que no tendría fuerzas para venir, lo siento.
No lo escuché, lo había echado tanto de menos y lo necesitaba de tal forma que solo puede tirarme a su cuello y llorar sin descanso, mientras me apretaba contra él en un abrazo eterno. Los dos lloramos y compartimos nuestro dolor hasta que mi padre se acercó a nosotros.
- Gracias por venir.
Adri se soltó del abrazo y se separó de mí, pero su mano buscó la mía para apretarla con fuerza.
- Tenía que venir. - Intentaba controlar el llanto, pero le temblaba la voz - Siento llegar tarde.
- Has llegado justo a tiempo.